Tomó aire y comenzó la búsqueda hacia adentro. "Una palabra escrita es una palabra muerta", pensaba. Aquello que está puesto por escrito tiene un fin estipulado, un sentido inmutable. Pensó en los museos, esos lugares llenos de polvo invisible y pasillos que le parecían interminables, con su luz tenue y el silencio más absoluto. Se imaginó un museo de palabras. Un lugar muerto, un edificio con galerías de cosas muertas en exposición. "Qué idea tan horrible", pensaba. Poco a poco empezó a reflexionar sobre los vaivenes de su vida y se imaginó un pasillo para cada presencia monstruosa. Las paredes del primer pasillo estarían irremediablemente reservadas para su último amor. "Un amor descascarado", pensó, e imaginó las paredes con rasgaduras. Un amor desalojado, puesto en cualquier parte y de cualquier manera, un amor descolorido y áspero, vacío. Un amor muerto.
En la segunda galería, estaría su padre. Se imaginó un pasillo desordenado, en el piso habría baldes de pintura volcando violeta y rojo. Vio fuego. En ese sector del museo definitivamente habría un fuego misterioso, que nadie sabría de donde proviene. En una de las paredes, un cuadro: Perséfone guardando entre sus manos una semilla de granada. Recordó las frambuesas. Le parecían tan hermosas y obscenas, tan descarnadamente ilustrativas de la mujer, de su humedad y sus texturas. Sintió nauseas, sumó frambuesas al escenario. Los ojos de su padre le vinieron al pensamiento como un golpe seco en el pecho. Tomó un lapiz y una hoja, y escribió: "padre". Cuando escribió letra "e", visualizó frambuesas podridas, resecas, agrias. "Frambuesas cuya belleza les fue arrebatada. Frambuesas muertas. Padre podrido, absurdo y payasesco padre, rojo y violeta, un monstruo de colores prendiéndose fuego."
El resto del museo sería un despoblado y humeante espacio muerto.
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